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La visita del secretario de Estado de Estados Unidos, Marco Rubio, a México, no puede leerse únicamente como un gesto diplomático ni como una reunión de cortesía. En realidad, detrás de la mala logística que marcó el encuentro, se percibe un mensaje claro: la paciencia de Washington frente a la pasividad mexicana en el combate al crimen organizado está llegando a su límite.
El discurso oficial, como suele ocurrir en ambos países, se centró en lugares comunes: cooperación bilateral, compromiso compartido, fortalecimiento de instituciones. Pero es ingenuo pensar que en privado no se abordaron los temas que verdaderamente tensan la relación. Rubio vino a poner sobre la mesa una advertencia, casi un ultimátum: si México no actúa contra los políticos y funcionarios coludidos con el narcotráfico, Estados Unidos hará sentir el peso de su poder. No se trata de una amenaza velada, sino de una lectura de condiciones.
El gobierno de Trump –fiel a su estilo de negociación– no se conforma con declaraciones, exige resultados medibles. Y en la narrativa de Washington, la permisividad mexicana frente a las redes criminales ya no es un asunto interno: es un riesgo directo para la seguridad nacional estadounidense. Incluso el lenguaje no verbal de la reunión reforzó esa percepción.
Las fotografías oficiales mostraron rostros tensos, miradas esquivas y gestos rígidos que contrastaron con los intentos de sonrisas protocolarias. Nada en esas imágenes transmitió confianza ni empatía; más bien revelaban la incomodidad de estar frente a un socio que ya no resulta confiable y que, en el mejor de los casos, parece correr detrás de la agenda impuesta desde Washington.
México se ha convertido, así, en el vecino incómodo: demasiado importante para ignorarlo, pero cada vez más difícil de confiarle la responsabilidad de contener un fenómeno que desborda fronteras.
La administración Trump parece dispuesta a forzar la cooperación antes de tomar medidas de mayor presión –como las que ha ejercido en Venezuela–, pero bajo sus reglas y condiciones. El problema es que, mientras el gobierno mexicano insiste en administrar el conflicto con discursos y operaciones simbólicas, la ventana para la negociación se estrecha. Y cuando se cierra, los costos de la inacción suelen ser mucho más altos que los de la cooperación.