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La “renuncia” del fiscal general de la República abrió un boquete político que el gobierno intentó cerrar de inmediato con un movimiento quirúrgico: la designación de la consejera jurídica de la Presidencia como su sucesora. Un relevo exprés que, lejos de transmitir orden institucional, exhibe dos lecturas que comparten un punto en común: la disputa de unos cuantos por el control total de la justicia en México.

 

La primera lectura apunta directamente hacia el Palacio Nacional. Con los escándalos de corrupción del sexenio pasado que ya son imposibles de disimular —siendo el caso Miss Universo la gota que derramó el vaso—, la presidenta se vio obligada a reaccionar. Washington presionó. El tráfico de drogas, el huachicol fiscal, la violencia que no para y los expedientes selectivamente detenidos, habían convertido al fiscal en un funcionario insostenible, marcado por decisiones dudosas y una complicidad silenciosa que ya era un lastre para el gobierno de la presidenta.

 

La salida de la fiscal vista desde esta óptica, es un intento desesperado por enviar señales de control, limpieza y recomposición institucional… aunque sea solo en apariencia. La llegada de la consejera jurídica, figura plenamente alineada al proyecto presidencial, termina por sellar un mensaje inequívoco: en palacio nacional buscan recuperar la institución clave para la seguridad y la procuración de justicia, precisamente en el momento más delicado para la narrativa del bienestar.

 

La segunda lectura apunta hacia otro actor que no puede ignorarse: AMLO con su “hermano” el presidente del Senado, un personaje también señalado por presuntos actos de corrupción y que, por oportunidad o por encargo, operó la remoción del fiscal general. Su protagonismo no es gratuito. En el juego interno del presidencialismo y los caudillos del bienestar, cada movimiento es una transacción. La caída del fiscal le permite al “hermano Adán”, cobrar relevancia, fuerza y ganar impunidad en la recomposición del poder que hoy vive la 4T. Es un reacomodo que, dependiendo de la perspectiva, favorece al bloque tabasqueño y debilita a los claudistas… o al revés.

 

Y, sin embargo, entre estas dos visiones llenas de cálculos, presiones externas y complicidades internas, se pierde de vista lo esencial: lo que se está desgastando profundamente es la credibilidad de la Fiscalía General de la República, una institución que debería ser pilar del Estado de derecho y no ficha en el tablero político. Esta crisis se agrava cuando se coloca en paralelo con la cuestionada reforma al Poder Judicial. Ambas piezas, juntas, dibujan un escenario peligroso: un país con instituciones jurídicas debilitadas, capturadas y sometidas a una erosión sin precedentes.

 

Si la 4T pretendía demostrar fortaleza, terminó exhibiendo su fractura. Si buscaba recuperar credibilidad, solo evidenció la ambición por la captura institucional. Y si quiso cerrar el capítulo con una embajada para el fiscal saliente, lo único que logró fue maquillar una derrota. Porque en el segundo piso de la cuarta transformación, las escaleras están torcidas: suben privilegios e impunidad y bajan las instituciones y la legalidad.

 
 
 

Los últimos días dejaron una imagen que empieza a volverse recurrente en la vida pública del país: carreteras bloqueadas por transportistas, productores agrarios exigiendo certidumbre, jóvenes de la llamada “Generación Z” tomando plazas y avenidas, y un gobierno federal que, lejos de escuchar, parece reaccionar con irritación. No es un hecho aislado: es el síntoma más claro de un fenómeno que la narrativa oficial pretende negar, pero que se expande a ojos vistas: la inconformidad ya no proviene de un solo sector; hoy es una convergencia plural, transversal y acumulativa.

 

Transportistas, campesinos, estudiantes, trabajadores de la salud, colectivos de víctimas, pequeñas y medianas empresas: todos desde su propia trinchera, con causas diversas, pero unidos por el hartazgo ante un gobierno que presume estabilidad y gobernabilidad, mientras el país vive un creciente desgaste institucional. Desde la mañanera del pueblo, se insiste en que todo está en orden, que la gobernabilidad es plena y que las protestas son producto de “manipulación” o “intereses oscuros”. Pero los hechos narran otra historia: cuando sectores que nunca habían coincidido, coinciden en el descontento, es porque la realidad supera la propaganda.

 

Lo más preocupante no es solo la multiplicación de protestas, sino el trato que reciben. La respuesta gubernamental ha empezado a perfilar un tono peligroso: criminalización de la protesta, insinuaciones de conspiraciones extranjeras, señalamientos sin evidencia y un discurso que sugiere una amenaza velada de represión. La tolerancia que la izquierda históricamente demandó —y que la fortaleció durante décadas— hoy parece convertirse en un obstáculo incómodo para quienes detentan el poder.

 

Resulta indispensable recordar la historia reciente. Los mismos actores políticos que hoy se escandalizan por bloqueos carreteros fueron quienes justificaron, promovieron y participaron activamente en ellos. Ahí están los cierres en Paseo de la Reforma, las tomas de instalaciones de PEMEX, los plantones interminables en el Zócalo y las movilizaciones que paralizaron la capital de México por meses. Cuando ellos protestaban, la protesta era un gesto de dignidad, un acto heroico contra un sistema injusto. Hoy, que son otros los que levantan la voz, las mismas acciones son calificadas como desestabilización o como afrentas a la democracia.

 

Esa doble moral va más allá de la erosión a la credibilidad del gobierno; revela algo más profundo: la incapacidad para gestionar el desacuerdo. Gobernar no es administrar aplausos, conducir un país plural que exige diálogo, certeza, respeto y soluciones. Cuando el poder comienza a ver a todos los inconformes como enemigos, es porque ha perdido la brújula democrática.

 

Lo que estamos viendo no es una crisis aislada. Es la evidencia de que la luna de miel con el gobierno terminó. Sectores completos empiezan a manifestarse no porque estén coordinados, sino porque cada uno vive su propia versión del desencanto. Y ante ello, la narrativa de la 4T empieza a mostrar fisuras: ya no basta inflar cifras de aprobación ni repetir mantras de transformación. Los hechos —y las calles— cuentan otra historia.

 

La pregunta inevitable es: ¿qué papel asumirá la oposición frente a un país que, claramente, está exigiendo respuestas? Porque mientras el descontento crece por abajo, por arriba impera el silencio, la pasividad y en algunos casos, una preocupante complacencia.

 
 
 

El oficialismo amaneció celebrando una encuesta —una más— en la que supuestamente la presidenta alcanza un 72% de aprobación. El número, presentado con la estridencia habitual de la maquinaria propagandística de la 4T, pretende instalar la idea de que el país marcha tranquilo, confiado y satisfecho con su gobierno. Pero hay algo que no necesitan decir para que se entienda: cuando un régimen presume cifras tan evidentemente manipuladas es porque la realidad ya no le alcanza.


Porque si algo quedó claro después de las movilizaciones sociales recientes, del enojo social acumulado y del desgaste político que empieza a brotar a la superficie, es que la narrativa de bienestar ya no convence. El gobierno intenta escapar hacia una ficción donde la presidenta es incuestionablemente popular, incontestablemente fuerte y ampliamente respaldada. Pero esa ficción se estrella todos los días contra una verdad que se vuelve cada vez más incómoda: la “luna de miel” del segundo piso de la Cuarta Transformación está llegando a su fin.


Es innegable, el país no vive un tiempo de consolidación democrática; vive un momento de desgobierno silencioso, de desgaste acelerado, de contradicciones abiertas. Por más que se pretenda inflar sus números, la presidenta enfrenta la corrosión natural de una administración que, en menos de año y medio, ya agotó buena parte de su capital político.


La represión contra manifestantes del #15N, la improvisación gubernamental, la incapacidad de dar certezas y la insistencia en gobernar desde la consigna ideológica y no desde los resultados han erosionado el entusiasmo que el oficialismo intenta recrear por decreto.


Un dato es clave: si el gobierno realmente gozara del 72% de aprobación, no tendría la necesidad de decirlo tantas veces. El poder habla por sí mismo… excepto cuando el poder empieza a dudar de su propia fortaleza.


Mientras tanto, la oposición —en teoría el contrapeso natural frente a estos excesos— permanece lejos, pasiva y en ocasiones hasta complaciente. México se mueve, protesta, exige y se indigna… pero su clase política alternativa parece paralizada, orbitando alrededor de cálculos electorales y no de responsabilidades históricas.


La pregunta queda abierta, incómoda y urgente: ¿Qué papel piensa jugar la oposición en un país que exige rumbo, transparencia, equilibrio y un liderazgo que no esté atrapado en su propia propaganda?

 

 
 
 
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