top of page
INVESTIGACIÓN, OPINIÓN Y NOTICIAS
Buscar
  • hace 2 días
  • 2 Min. de lectura

La visita del secretario de Estado de Estados Unidos, Marco Rubio, a México, no puede leerse únicamente como un gesto diplomático ni como una reunión de cortesía. En realidad, detrás de la mala logística que marcó el encuentro, se percibe un mensaje claro: la paciencia de Washington frente a la pasividad mexicana en el combate al crimen organizado está llegando a su límite.


El discurso oficial, como suele ocurrir en ambos países, se centró en lugares comunes: cooperación bilateral, compromiso compartido, fortalecimiento de instituciones. Pero es ingenuo pensar que en privado no se abordaron los temas que verdaderamente tensan la relación. Rubio vino a poner sobre la mesa una advertencia, casi un ultimátum: si México no actúa contra los políticos y funcionarios coludidos con el narcotráfico, Estados Unidos hará sentir el peso de su poder. No se trata de una amenaza velada, sino de una lectura de condiciones.


El gobierno de Trump –fiel a su estilo de negociación– no se conforma con declaraciones, exige resultados medibles. Y en la narrativa de Washington, la permisividad mexicana frente a las redes criminales ya no es un asunto interno: es un riesgo directo para la seguridad nacional estadounidense. Incluso el lenguaje no verbal de la reunión reforzó esa percepción.


Las fotografías oficiales mostraron rostros tensos, miradas esquivas y gestos rígidos que contrastaron con los intentos de sonrisas protocolarias. Nada en esas imágenes transmitió confianza ni empatía; más bien revelaban la incomodidad de estar frente a un socio que ya no resulta confiable y que, en el mejor de los casos, parece correr detrás de la agenda impuesta desde Washington.


México se ha convertido, así, en el vecino incómodo: demasiado importante para ignorarlo, pero cada vez más difícil de confiarle la responsabilidad de contener un fenómeno que desborda fronteras.


La administración Trump parece dispuesta a forzar la cooperación antes de tomar medidas de mayor presión –como las que ha ejercido en Venezuela–, pero bajo sus reglas y condiciones. El problema es que, mientras el gobierno mexicano insiste en administrar el conflicto con discursos y operaciones simbólicas, la ventana para la negociación se estrecha. Y cuando se cierra, los costos de la inacción suelen ser mucho más altos que los de la cooperación.

 
 
 
  • hace 5 días
  • 2 Min. de lectura

El reciente informe de la presidenta de México se presentó, una vez más, como un acto solemne cargado de retórica política y de despliegue de poder institucional. La izquierda exigía que los informes fuera un ejercicio de rendición de cuentas frente a la ciudadanía, pero hoy, ya instalados en el poder, terminaron reduciendo la aspiración a una retahíla de autoelogios, desconectada de la realidad que se vive día a día en las calles, en los hospitales, en los tribunales y en los hogares del país.



El discurso de bienestar contrasta con una realidad marcada por la crisis de inseguridad, que no distingue regiones ni estratos sociales; por un sistema de salud que, lejos de garantizar atención universal y de calidad, enfrenta desabasto de medicamentos y precariedad en la infraestructura hospitalaria; por una economía que no logra consolidar condiciones de crecimiento sostenido ni estabilidad laboral para millones de familias; y por una amenaza latente al Estado de derecho, tras la reforma al Poder Judicial que compromete los equilibrios y contrapesos de la democracia mexicana.



El informe presidencial, que debió abrir la puerta a un momento de autocrítica, reflexión y compromiso con la nación, se utilizó para reafirmar un relato de logros incompletos y promesas difusas. Se perdió la oportunidad de reconocer errores y de llamar a la unidad nacional frente a los desafíos que México enfrenta.



En un contexto como el actual, la 4T desaprovecha la posibilidad de transformar este punto de inflexión en un verdadero momento de reconstrucción democrática. Más allá de los aplausos y la propaganda, lo que el país necesita es un liderazgo capaz de convocar a todas las fuerzas políticas y sociales a trabajar por la seguridad, la justicia, la salud, la prosperidad y la democracia.



Ese es el desafío pendiente. Ese es el informe que México espera y merece.



 
 
 

Hoy que la tentación hegemónica reaparece bajo nuevos disfraces, conviene regresar a la lección de Alonso Lujambio: el poder compartido es el único que merece el nombre de democrático. 


Si algo nos enseñó la transición democrática fue que el poder absoluto nunca es democrático y que la riqueza del pluralismo consiste en obligar a negociar, a escuchar y a pactar


En los últimos días, la propuesta de reforma político-electoral presentada por el gobierno federal ha vuelto a poner en el centro del debate nacional un tema que parecía superado: la representación democrática. Se habla de eliminar diputaciones plurinominales, de ajustar la composición del Congreso y de introducir fórmulas que, paradójicamente, en lugar de abrir los espacios de participación, tienden a estrecharlos. 


Vale la pena recordar aquí a Alonso Lujambio y su ensayo El poder compartido, una obra que en su momento significó un parteaguas para entender que la transición democrática mexicana no fue obra de iluminados, sino de un complejo entramado institucional que permitió lo más valioso de la política moderna: la pluralidad. Los espacios de representación proporcional, los contrapesos y las coaliciones fueron el resultado de una visión que entendía que la democracia se fortalece no cuando se concentra el poder, sino cuando se comparte. 


Hoy, sin embargo, asistimos a un fenómeno curioso y preocupante: muchos de los liderazgos que surgieron gracias a esa democracia “no directa”, ahora la descalifican. Se presentan como paladines de la democracia auténtica, aunque varios de ellos jamás hayan ganado una elección uninominal. Llegaron por la vía de las reglas que ahora quieren desmontar y desde ese privilegio, pretenden monopolizar la representación popular. Es el doble discurso convertido en práctica política: criticar lo que les dio vida y exaltar lo que les conviene para perpetuarse. 


Lo que México necesita no es menos democracia representativa, sino más mecanismos que otorguen legitimidad real. Un ejemplo es la segunda vuelta electoral: un recurso que obliga a los contendientes a salir de la zona de confort mediática para construir mayorías sólidas, más allá de la estridencia de las campañas. Una segunda vuelta permitiría que quien gobierne lo haga con el respaldo de una mayoría auténtica y no con apenas un tercio de los votos. En otras palabras, menos espectáculo y más técnica, menos simulación y más compromiso. 


La reforma electoral, en los términos actuales, parece caminar en dirección contraria. Y en ese retroceso, el riesgo no es menor: de la pluralidad podríamos volver al monopolio, del debate al dogma, de la democracia a la imposición. 




 
 
 
bottom of page