La protesta que incomoda: la doble cara del bienestar.
- Faro Analítico Staff
- 26 nov
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Los últimos días dejaron una imagen que empieza a volverse recurrente en la vida pública del país: carreteras bloqueadas por transportistas, productores agrarios exigiendo certidumbre, jóvenes de la llamada “Generación Z” tomando plazas y avenidas, y un gobierno federal que, lejos de escuchar, parece reaccionar con irritación. No es un hecho aislado: es el síntoma más claro de un fenómeno que la narrativa oficial pretende negar, pero que se expande a ojos vistas: la inconformidad ya no proviene de un solo sector; hoy es una convergencia plural, transversal y acumulativa.
Transportistas, campesinos, estudiantes, trabajadores de la salud, colectivos de víctimas, pequeñas y medianas empresas: todos desde su propia trinchera, con causas diversas, pero unidos por el hartazgo ante un gobierno que presume estabilidad y gobernabilidad, mientras el país vive un creciente desgaste institucional. Desde la mañanera del pueblo, se insiste en que todo está en orden, que la gobernabilidad es plena y que las protestas son producto de “manipulación” o “intereses oscuros”. Pero los hechos narran otra historia: cuando sectores que nunca habían coincidido, coinciden en el descontento, es porque la realidad supera la propaganda.
Lo más preocupante no es solo la multiplicación de protestas, sino el trato que reciben. La respuesta gubernamental ha empezado a perfilar un tono peligroso: criminalización de la protesta, insinuaciones de conspiraciones extranjeras, señalamientos sin evidencia y un discurso que sugiere una amenaza velada de represión. La tolerancia que la izquierda históricamente demandó —y que la fortaleció durante décadas— hoy parece convertirse en un obstáculo incómodo para quienes detentan el poder.
Resulta indispensable recordar la historia reciente. Los mismos actores políticos que hoy se escandalizan por bloqueos carreteros fueron quienes justificaron, promovieron y participaron activamente en ellos. Ahí están los cierres en Paseo de la Reforma, las tomas de instalaciones de PEMEX, los plantones interminables en el Zócalo y las movilizaciones que paralizaron la capital de México por meses. Cuando ellos protestaban, la protesta era un gesto de dignidad, un acto heroico contra un sistema injusto. Hoy, que son otros los que levantan la voz, las mismas acciones son calificadas como desestabilización o como afrentas a la democracia.
Esa doble moral va más allá de la erosión a la credibilidad del gobierno; revela algo más profundo: la incapacidad para gestionar el desacuerdo. Gobernar no es administrar aplausos, conducir un país plural que exige diálogo, certeza, respeto y soluciones. Cuando el poder comienza a ver a todos los inconformes como enemigos, es porque ha perdido la brújula democrática.
Lo que estamos viendo no es una crisis aislada. Es la evidencia de que la luna de miel con el gobierno terminó. Sectores completos empiezan a manifestarse no porque estén coordinados, sino porque cada uno vive su propia versión del desencanto. Y ante ello, la narrativa de la 4T empieza a mostrar fisuras: ya no basta inflar cifras de aprobación ni repetir mantras de transformación. Los hechos —y las calles— cuentan otra historia.
La pregunta inevitable es: ¿qué papel asumirá la oposición frente a un país que, claramente, está exigiendo respuestas? Porque mientras el descontento crece por abajo, por arriba impera el silencio, la pasividad y en algunos casos, una preocupante complacencia.
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